Aquel joven estaba más que ensimismado con su copa. No nos vio. No pudo hacerlo porque, con los ojos puestos en el líquido del color que fuera, no atendía más que a saborear y a saborear su dichoso mejunge.
Yo no sabía quién era, ¿cómo iba a saberlo? Es como si allí donde tú estás, viajer@, como si allí -un cachino más allá del umbral de la puerta de tu casa- te encuentras recostado sobre la acera a... ¿qué sé yo? Al rey, ¿no? Al monarca de tu país o al presidente de tu República o... Titus B. sí que lo reconoció en seguida. Bueno, eso ni es raro ni es nada, porque se trataba del suyo.
Se trataba de su rey.
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Sí, sí. Como lo lees.
Me lo dijo por lo bajito, tirándome de las faldas como un niño chico:
- Oberón.
Musitó.
- ¿Quién? -pregunté, como atontada, por toda respuesta.
Ni un paso habíamos dado fuera de la casita de madera y el duende ya estaba parándose, abriendo el Libro grande y buscando y buscando lo que quiera que sea en él. Cuando lo encontró, se volvió hacia mí y me indicó que me acercase con un movimiento muy rápido del índice.
- Mira -murmuró.
Le hice caso y miré donde me decía. A toda página se mostraba la imagen, dibujada con acuarela, de un hombre joven que también portaba una copa en las manos, semejante al desconocido ese que teníamos enfrente. El pie de foto rezaba, sin más: Oberón, nuestro rey.
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Joseph Noel Paton, Oberón y la sirena (1888) |
Debajo, un montón de letras se iban juntando -de una manera cuasi obsesiva 😳- con el afán de que pudieran caber todas en la misma página. Nunca hubiese imaginado que las palabras que daban forma al Libro grande fueran así de pavas, la verdad. Hacer esas cosas 🤦🏻♀️... Qué va. No, no. No era propio de ellas.
✏️ Imagen de cabecera: John Anster Fitzgerald, La boda de Oberón y Titania ✨️✨️
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