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Y el color del que estaban pintadas las paredes de su habitación de hotel.
Blanco. Que es lo mismo que ninguno. Ninguno como su nombre. Como su rostro que solo se muestra, ensombrecido, a la mitad. Como las letras que deberían estar escritas en el libro gordo que sostiene entre las manos, pero que no están. O que yo no veo.
Nadie es ella y nada la rodea. Bueno, sí. Que la rodea el vacío. Y la rodea la soledad. Que no son poca cosa. Ni el uno ni la otra. Que no es poco lo que le pesan en la espalda a quien los lleva a cuestas. Y nosotros despreciándolos porque el primero no se ve. Y a la segunda se le huye.
Estaba encaramada en un hueco del Museo Thyssen - Bornemisza la primera vez que la vi, una mañana de marzo de hace tres años. Una mañana fría. Y se mostraba a los ojos que ascendían por la rampa así, medio desnuda. Las maletas hechas. La cama que apenas tenía interés en deshacer.
Se irá mañana. Pensé al pararme frente a ella. La mujer de piel pálida que lleva la espalda encorvada por el peso del vacío y la soledad se irá mañana del hotel. Y por eso no deshace la maleta. Y por eso se sienta en la cama frente a un libro sin letras a esperar que pasen las horas. Para seguir huyendo.
Mañana.
Seguir huyendo... Ajena a que es de ella de quien hablan los poetas cuando escriben soledad.
Este relato apareció publicado, por primera vez, el día 7 de julio de 2013 en Trabalibros. Red de libros, libros en red (en línea)
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